viernes, 5 de abril de 2013

EL RESCOLDO - Joaquín Leguina

Jesús Vió había dado muestras muy pronto de una inteligencia superior. Comenzó a hablar cuando ape­nas tenía cumplido un año y a los tres manejaba las cua­tro reglas, que había aprendido de su madre. El padre buscó para él un maestro, Juan de Vicente, catedrático de Química en el Instituto, que enseguida informó a la fa­milia de que el niño era un «prodigio». Algo asustado al principio y azuzado por la curiosidad después, el profesor profundizaba cada vez más en álgebra y trigonometría, en cálculo, incluido el diferencial, que el muchacho maneja­ba con soltura antes de cumplir los diez años. Al llegar a esa edad, Juan de Vicente recomendó a los Vió que pusie­ran al chico un profesor de lenguas extranjeras, pues él creía que la facilidad de Jesús para las ciencias podría ex­tenderse fácilmente a otros aprendizajes.

El padre no tardó en encontrar a una mujer ale­mana que, además, hablaba perfectamente inglés y era la fraülein en una casa encopetada de Zaragoza. Ofrecién­dole un buen sueldo, se la trajo al domicilio familiar para que cuidara de los niños y les enseñara las lenguas que ella manejaba a la perfección. Jesús Vió no tardó mucho tiempo en hablar alemán de corrido y también inglés. Francisca, más lenta, acabó también por ser bilingüe en castellano y alemán y, aunque usaba con bastante soltu­ra el inglés, este idioma nunca llegó a ser santo de su devoción.

La capacidad de cálculo que Jesús demostraba era a menudo aprovechada por su madre para exhibir las ha­bilidades del niño ante los invitados. Una columna de cuatro cifras dispuestas, por ejemplo, en diez filas, era su­mada por Jesús en menos de diez segundos, sin ayudarse de instrumento alguno, dejando boquiabierta a la concu­rrencia. Otras veces se le ponía delante una multiplicación de diez cifras por tres y él la resolvía sin tardanza y sin lá­piz. Mas estos ejercicios «de circo» no gustaban al padre, que acabó por prohibidos, con gran contento del mucha­cho, a quien humillaban aquellas exhibiciones, que sólo realizaba a instancias de su madre, por el gusto de veda orgullosa, por el placer de sentir su admiración.

Cuando Jesús cumplió los doce años, su profesor, Juan de Vicente, propuso a los Vió que el muchacho hi­ciera el examen de Bachillerato, para lo cual arreglaría él las dispensas y los trámites burocráticos. Tras unos meses de preparación intensiva en Latín, Geografía, Religión e Historia, el chico, acoquinado, se enfrentó al examen es­crito y, lo que fue peor, al oral, ante un tribunal de tres miembros que, conocedores de sus antecedentes, obser­vaban al joven como se suele hacer con lo raro o con lo monstruoso. Con la seguridad de quien responde a cues­tiones obvias y trilladas, Jesús obtuvo la calificación de so­bresaliente, dejando impresionados a los barbudos profe­sores. Pero no pudo entrar en la Universidad, pues Juan de Vicente no fue capaz de vencer las resistencias que la temprana edad de su pupilo levantó en el claustro zara­gozano. Bachiller a los trece años, hubo de esperar hasta los quince para escoger carrera y, mientras tanto, dedicó sus días a leer los más variados libros: de matemáticas, de historia, de literatura ... A ir al cine y, sobre todo, a la mú­sica. El apoyo de su madre lo llevó a las clases de solfeo en el conservatorio y más tarde al violín, instrumento que llegó a tocar con buen sentido y no poca sensibilidad.

Antonio Vió admiraba el talento de su hijo y, aun­que procuraba ocultado, sentía un íntimo orgullo, pero, a la vez, le preocupaba el carácter del muchacho, sus si­lencios y su mirada ausente. Le parecía un chico respe­tuoso sólo en apariencia, que muy pronto dio muestras de estar poseído por un espíritu y un criterio indepen­dientes, poco dispuesto a aceptar tópicos ni verdades impuestas. El por qué infantil se había instalado en él con una profundidad a menudo difícil de abordar desde el pensamiento adulto, con frecuencia superficial o, simple­mente, interesado. A los quince años, aquel muchacho ha­bía superado ya en altura a su propio padre, al que no se parecía físicamente en casi nada. Antonio Vió era more­no y ancho y Jesús espigado, rubio de niño y castaño de adolescente. El padre tampoco veía con buenos ojos la deriva artística de su hijo ni su escasa propensión al ejer­cicio físico. Una y otra cosa le parecían muestras de esca­sa virilidad. Quizá por eso se empeñaba en llevado con él de caza, aunque el joven protestara por lo que considera­ba una pérdida de tiempo. Su padre le había comprado un equipo completo, incluida una magnífica escopeta, pe­ro durante las cacerías, a menudo, Jesús extraía del mo­rral un libro y, leyéndolo, entretenía la espera en el puesto, sacando de quicio a su progenitor.

SINOPSIS

Francisca Vió fue una mujer rompedora que decidió vivir sus pasiones sin cortapisas. Casada con su primo Antonio Vió -un matemático con dudas sobre su orientación sexual-, supo hacer compatible ese amor con el que sintió por Germinal Ors, un obrero anarquista. Pero en 1936 la guerra terminó bruscamente con sus sueños de libertad. Dada por desaparecida tras la contienda junto con su amante, su recuerdo se hunde en el olvido. ¿Pudo sobrevivir Francisca bajo una nueva identidad? Ésa es la posibilidad que se abre ante los ojos de su nieto Adolfo, que a la vez que descubre que sus abuelos tuvieron una vida extraordinaria, se debate entre la necesidad de conocer sus raíces y el daño que puede causar a su familia exponer a la luz los secretos que todos decidieron enterrar. La nueva novela de Joaquín Leguina nos habla de una historia sepultada por la guerra civil en la que se funden el amor y la política. Un gran paso adelante en su carrera literaria que le muestra en la plena madurez de su talento.
 

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