jueves, 3 de octubre de 2013

LA INTERMITENCIAS DE LA MUERTE - José Saramago

Mucho más que una hecatombe. Durante siete meses, que fueron tantos los que duró la tregua unilateral de la muerte, se fueron acumulando en una nunca vista lista de espera más de sesenta mil moribundos, para ser exactos sesenta y dos mil quinientos ochenta, que descansaron en paz por obra de un instante único, de un segundo de tiempo cargado de una potencia mortífera que exclusivamente encontraría comparación en ciertas reprobables acciones humanas. A propósito, no nos resistiremos a recordar que la muerte, por si misma, sola, sin ninguna ayuda exterior, siempre ha matado mucho menos que el hombre. Tal vez algún espíritu curioso se este preguntando cómo hemos conseguido obtener la precisa cantidad de sesenta y dos mil quinientas ochenta personas que cerraron los ojos al mismo tiempo y para siempre. Fue muy fácil. Sabiéndose que el país donde todo esto pasa tiene alrededor de diez millones de habitantes y que la tasa de mortalidades es más o menos de diez por mil, dos simples operaciones de aritmética, de las más elementales, la multiplicación y la división, a la par de una cuidadosa ponderación de las proporciones intermedias mensuales y anuales, nos han permitido obtener, cifra arriba o cifra abajo, una estrecha horquilla numérica en la que la cantidad indicada se presenta como media razonable, y si decimos razonable es porque también hubiéramos podido adoptar los números colaterales de sesenta y dos mil quinientas setenta y nueve o de sesenta y dos mil quinientas ochenta y una personas si la muerte del presidente de la corporación de funerarias, por inesperada y a última hora, no hubiera introducido en nuestros cálculos un factor de perturbación. De todos modos, confiamos en que la verificación de los óbitos, iniciada en las primeras horas del día siguiente, confirme la exactitud de las cuentas hechas. Otro espíritu curioso, de los que siempre interrumpen al narrador, se preguntará cómo podían saber los médicos a que direcciones deberían acudir para ejecutar una obligación sin cuyo cumplimiento un muerto no está legalmente muerto, aunque sea indiscutible que muerto está. En ciertos casos, excusado sería decirlo, fueron las propias familias del difunto las que llamaron a su médico asistente o de cabecera, pero ese recurso forzosamente tendría un alcance muy reducido, dado que lo que se pretendía era oficializar en tiempo récord una situación anómala, para que no se confirmara, una vez más, el dicho que asevera que una desgracia nunca viene sola, lo que, aplicado a la situación, significaría que tras la muerte súbita, putridez en casa.

SINOPSIS

En un país cuyo nombre no será mencionado se produce algo nunca visto desde el principio del mundo: la muerte decide suspender su trabajo letal, la gente deja de morir. La euforia colectiva se desata, pero muy pronto dará paso a la desesperación y al caos. Sobran los motivos. Si es cierto que las personas ya no mueren, eso no significa que el tiempo haya parado. El destino de los humanos será una vejez eterna. Se buscarán maneras de forzar a la muerte a matar aunque no lo quiera, se corromperán las conciencias en los «acuerdos de caballeros» explícitos o tácitos entre el poder político, las mafias y las familias, los ancianos serán detestados por haberse convertido en estorbos irremovibles. Hasta el día en que la muerte decide volver... Arrancando una vez más de una proposición contraria a la evidencia de los hechos corrientes, José Saramago desarrolla una narrativa de gran fecundidad literaria, social y filosófica que sitúa en el centro la perplejidad del hombre ante la impostergable finitud de la existencia. Parábola de la corta distancia que separa lo efímero y lo eterno, Las intermitencias de la muerte bien podría terminar tal como empieza: «Al día siguiente no murió nadie».

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